Carlos Marx
INTRODUCCION
Por Federico Engels[1]
Ha sido algo inesperado para mí el requerimiento que me
hicieron para reeditar el Manifiesto del Consejo General de la
Internacional sobre La Guerra Civil en Francia y acompañarlo de una introducción. Por eso sólo puedo tocar brevemente aquí los puntos más importantes.
Antepongo al extenso trabajo arriba citado los dos
manifiestos, más cortos, del Consejo General sobre la Guerra
Franco-prusiana. En primer lugar, porque en La Guerra Civil se
hace referencia al segundo de estos dos manifiestos, que, a su vez, no
puede ser completamente comprendido sin el primero. Pero además, porque
estos dos manifiestos, escritos también por Marx, son, al igual que La Guerra Civil, destacados ejemplos de las dotes extraordinarias del autor -- manifesta das por vez primera en El 18 Brumario de Luis Bonaparte [2]
-- para ver claramente el carácter, el alcance y las consecuencias
necesarias de grandes acontecimientos históricos en un momento en que
éstos se desarrollan todavía ante nuestros ojos o acaban apenas de
producirse. Y, finalmente, porque en Alemania estamos aún padeciendo las
consecuencias de aquellos acontecimientos, tal como Marx las había
predicho.
[3]? ¿No hemos padecido otros veinte años de dominación bismarckiana, con su Ley de Excepción y su batida antisocialista sustituyendo las persecuciones contra los demagogos[4] con las mismas arbitrariedades policíacas y la misma, literalmente la misma, interpretación indignante de las leyes?
¿Y acaso no se ha cumplido al pie de la letra la
predicción de que el hecho de anexar Alsacia y Lorena "echaría a Francia
en brazos de Rusia" y de que Alemania con esta anexión se convertiría
abiertamente en un vasallo de Rusia o tendría que prepararse, después de
una breve tregua, para una nueva guerra, que sería, además, "una guerra racial contra las razas eslavas y latinas coligadas"[5]?
¿Acaso la anexión de las provincias francesas no ha echado a
Francia en brazos de Rusia? ¿Acaso Bismarck no ha implorado
en vano durante veinte años enteros los favores del zar, prestándole
servicios aún más bajos que aquellos con que la pequeña Prusia, cuando
todavía no era la "primera potencia de Europa", solía postrarse a los
pies de la santa Rusia? ¿Y acaso no pende constantemente
sobre nuestras cabezas la espada de Damocles de una guerra que, en su
primer día, convertirá en humo de pajas todas las alianzas de príncipes
selladas en documentos, una guerra en la que lo único cierto es la
absoluta incertidumbre de su resultado, una guerra racial que entregará a
toda Europa a la obra devastadora de quince o veinte millones de
hombres armados, y que si no ha comenzado todavía a hacer estragos es
simplemente porque hasta el más fuerte de los grandes Estados militares
tiembla ante la completa imposibilidad de prever su resultado final?
De aquí que estemos aún más obligados a poner de nuevo al alcance
de los obreros alemanes estas brillantes muestras, hoy medio olvidadas,
de la clarividencia de la política obrera internacional en 1870.
Y lo que decimos de estos dos manifiestos también vale para La Guerra Civil en Francia.
El 28 de mayo los últimos luchadores de la Comuna sucumbían ante
fuerzas superiores en las faldas de Belleville, y dos días después, el
30, Marx leía ya al Consejo General el trabajo en que se delineaba la
significación histórica de la Comuna de París, en trazos breves y
enérgicos, pero tan nítidos y sobre todo tan exactos que no han sido
nunca igualados en toda la enorme masa de escritos publicada sobre este
tema.
Gracias al desarrollo económico y político de Francia a partir de
1789, la situación en París desde hace cincuenta años ha sido tal que
no podía estallar allí ninguna revolución que no asumiese un carácter
proletario, es decir, sin que el proletariado, que había pagado
la.victoria con su sangre, presentase sus propias reivindicaciones
después del triunfo conseguido. Estas reivindicaciones eran más o menos
faltas de claridad y hasta del todo confusas, conforme al grado de
desarrollo de los obreros de París en cada ocasión, pero, en último
término, se reducían siempre a la eliminación del antagonismo de clase
entre capitalistas y obreros. Claro está, nadie sabía cómo se podía
conseguir esto. Pero la reivindicación misma, por vaga que fuese la
manera de formularla, encerraba ya una amenaza al orden social
existente; los obreros que la planteaban aún estaban armados; por eso,
el desarme de los obreros era el primer mandamiento de los burgueses que
se hallaban al timón del Estado. De aquí que después de cada revolución
ganada por los obreros estalle una nueva lucha, que termina con la
derrota de éstos.
Así sucedió por primera vez en 1848. Los burgueses liberales de
la oposición parlamentaria organizaban banquetes en los que abogaban por
una reforma electoral que debía garantizar la dominación de su partido.
Viéndose cada vez más obligados a apelar al pueblo en la lucha que
sostenían contra el gobierno, no tenían más remedio que ceder la
primacía a las capas radicales y republicanas de la burguesía y de la
pequeña burguesía. Pero detrás de estos sectores estaban los obreros
revolucionarios, que desde 1830 habían adquirido mucha más independencia
política de lo que los burgueses e incluso los republicanos se
imaginaban. Al producirse la crisis entre el gobierno y la oposición,
los obreros comenzaron la lucha en las calles. Luis Felipe desapareció y
con él la reforma electoral, viniendo a ocupar su puesto la República, y
una república que los mismos obreros victoriosos calificaron de
República "social". Sin embargo, nadie sabía con claridad, ni los mismos
obreros, qué había que entender por la susodicha República social. Pero
los obreros tenían ahora armas y eran una fuerza dentro del Estado. Por
eso, tan pronto como los republicanos burgueses, que empuñaban el timón
del gobierno, sintieron que pisaban terreno más o menos firme, se
propusieron como primer objetivo desarmar a los obreros. Esto tuvo lugar
cuando se les empujó a la Insurrección de Junio de 1848 violando
manifiestamente la palabra dada, lanzándoles una burla abierta e
intentando desterrar a los parados a una provincia lejana. El gobierno
había cuidado de asegurarse una aplastante superioridad de fuerzas
Después de cinco días de lucha heroica, los obreros fracasaron. A esto
siguió un baño de sangre entre prisioneros indefensos como jamás se
había visto desde los días de las guerras civiles con las que se inició
la caída de la República Romana. Era la primera vez que la burguesía
mostraba a cuán desmedida crueldad de venganza es capaz de recurrir tan
pronto como el proletariado se atreve a enfrentársele, como clase
apar¿e con sus propios intereses y reivindicaciones. Y sin
embargo, 1848 no fue sino un juego de niños comparado con el frenesí de
la burguesía en 1871.
El castigo no se hizo esperar. Si el proletariado no era todavía
capaz de gobernar a Francia, la burguesía tampoco podía seguir
gobernándola. Por lo menos en aquel momento, cuando la mayor parte de
ella era aún de espíritu monárquico y se hallaba dividida en tres partidos dinásticos[6],
más un cuarto partido, el republicano. Sus disensiones internas
permitieron al aventurero Luis Bonaparte apoderarse de todos los puestos
de mando -- ejército, policía, aparato administrativo -- y hacer saltar, el 2 de diciembre de 1851,[7] el último baluarte de la burguesía: la Asamblea Nacional. El Segundo Imperio[8]
inauguró la explotación de Francia por una cuadrilla de aventureros
políticos y financieros, pero al mismo tiempo también inició un
desarrollo industrial como jamás hubiera podido concebirse bajo el
mezquino y asustadizo sistema de Luis Felipe, en las condiciones de la
dominación exclusiva de sólo un pequeño sector de la gran burguesía.
Luis Bonaparte quitó a los capitalistas el Poder político con el
pretexto de defenderlos a ellos, los burgueses, de los obreros, y, por
otra parte, a éstos de aquéllos; pero, como contrapartida, su régimen
estimuló la especulación y la actividad industrial; en una palabra, el
auge y el enriquecimiento de toda la burguesía en proporciones hasta
entonces desconocidas. Se desarrollaron todavía en mayores proporciones,
claro está, la corrupción y el robo en masa, que pulularon en torno a
la Corte imperial y obtuvieron buenos dividendos de este
enriquecimiento.
Pero el Segundo Imperio era la apelación al chovinismo francés,
la revindicación de las fronteras del Primer Imperio perdidas en 1814, 0
al menos las de la Primera República. Era a la larga imposible que
subsistiese un imperio francés dentro de las fronteras de la antigua
monarquía y, más aún, dentro de las fronteras todavía más amputadas de
1815. Esto implicaba la necesidad de guerras ocasionales y la de
ampliación de fronteras. Pero no había ampliación de fronteras que
deslumbrase tanto la fantasía de los chovinistas franceses como aquelía
que se hiciera a expensas de la orilla iquierda alemana del Rin. Para
ellos una milla cuadrada en el Rin valía más que diez en los Alpes o en
cualquier otro sitio. Proclamado el Segundo Imperio la reivindicación de
la orilla izquierda del Rin, fuese de una vez o por partes, era
simplemente una cuestión de tiempo. Y el tiempo llegó con la Guerra Austro-prusiana de 1866.[9]
Defraudado en sus esperanzas de "compensaciones territoriales", por el
engaño de Bismarck y por su propia política superastuta y vacilante,
Napoleón no tenía otra salida que la guerra, que estalló en 1870 y le empujó primero a Sedán y después a Wilhelmshöhe.[10]
La consecuencia inevitable fue la Revolución de París del 4 de
Septiembre de 1870. El Imperio se derrumbó como un castillo de naipes y
nuevamente fue proclamada la República. Pero el enemigo estaba a las
puertas. Los ejércitos del Imperio estaban sitiados en Metz sin
esperanza de salvación o prisioneros en Alemania. En esta situación
angustiosa, el pueblo permitió a los diputados parisinos del antiguo
Cuerpo Legislativo constituirse en un "Gobierno de Defensa Nacional". Lo
que con mayor gusto lo llevó a acceder a esto fue que, para los fines
de la defensa, todos los parisinos capaces de empuñar las armas se
habían alistado en la Guardia Nacional y estaban armados, de modo que
los obreros representaban dentro de ella una gran mayoría. Pero el
antagonismo entre el gobierno, formado casi exclusivamente por
burgueses, y el proletariado en armas, no tardó en estallar. El 31 de
octubre, batallones obreros tomaron por asalto el Hôtel de Ville y
capturaron a algunos miembros del Gobierno. Gracias a una traición, a ia
violación descarada por el Gobierno de su palabra y a la intervención
de algunos batallones pequeñoburgueses, aquéllos fueron puestos
nuevamente en libertad y, para no provocar el estallido de la guerra
civil dentro de una ciudad sitiada por un ejército extranjero, se
permitió que el Gobierno hasta entonces en funciones siguiera actuando.
Por fin, el 28 de enero de 1871, la ciudad de París, vencida por
el hambre, capituló. Pero con honores sin precedentes en la historia de
las guerras. Los fuertes fueron rendidos, las murallas desarmadas, las
armas de las tropas de línea y de la Guardia Móvil entregadas, y sus
hombres, considerados prisioneros de guerra. Pero la Guardia Nacional
conservó sus armas y sus cañones y se limitó a sellar un armisticio con
los vencedores. Y éstos no se atrevieron a entrar triunfalmente en
París. Sólo osaron ocupar un pequeño rincón de la ciudad, el cual,
además, se componía parcialmente de parques públicos, y eso
¡sólo por unos cuantos días! Y durante este tiempo, ellos, que
habían tenido cercado a París por espacio de 131 días, estuvieron
cercados por los obreros armados de la capital, que velaban la guardia
celosamente para que ningún "prusiano" traspasase los estrechos límites
del rincón cedido al conquistador extranjero. Tal era el respeto que los
obreros de París infundían a un ejército ante el cual habían rendido
sus armas todas las tropas del Imperio. Y los junkers prusianos,
que habían venido a tomar venganza en el hogar de la revolución,
¡no tuvieron más remedio que pararse respetuosamente y saludar
a esta misma revolución armada!
Durante la guerra, los obreros de París habíanse limitado a
exigir la enérgica continuación de la lucha. Pero ahora, sellada la paz
después de la capitulación de París,[11]
Thiers, nuevo jefe del Gobierno, se vio obligado a entender que la
dominación de las clases poseedoras -- grandes terratenientes y
capitalistas -- estaba en constante peligro mientras los obreros de
París tuviesen las armas en sus manos. Lo primero que hizo fue intentar
desarmarlos. El 18 de marzo envió tropas de línea con orden de robar a
la Guardia Nacional la artillería de su pertenencia, pues había sido
construida durante el asedio de París y pagada por suscripción pública.
El intento falló; París se movilizó como un solo hombre para la
resistencia y se declaró la guerra entre París y el Gobierno francés,
instalado en Versalles. El 26 de marzo fue elegida la Comuna de París, y
proclamada dos días más tarde, el 28 del mismo mes. El Comité Central
de la Guardia Nacional, que hasta entonces había ejercido el gobierno,
dimitió en favor de la Comuna, después de haber decretado la abolición
de la escandalosa "policía de moralidad" de París. El 30, la Comuna
abolió la conscripción y el ejército permanente y declaró única fuerza
armada a la Guardia Nacional, en la que debían enrolarse todos los
ciudadanos capaces de empuñar las armas. Condonó los pagos de alquiler
de viviendas desde octubre de 1870 hasta abril de 1871, abonando a
futuros pagos de alquileres las cantidades ya pagadas, y suspendió la
venta de objetos empeñados en el Monte de Piedad de la ciudad. El mismo
día 30 fueron confirmados en sus cargos los extranjeros elegidos para la
Comuna, pues "la bandera de la Comuna es la bandera de la República mundial"[12].
El 1ƒ de abril se acordó que el sueldo máximo que podría percibir un
funcionario de la Comuna, y por tanto los mismos miembros de ésta, no
excedería de 6.000 francos (4.800 marcos). Al día siguiente, la Comuna
decretó la separación de la Iglesia y el Estado y la supresión de todas
las asignaciones estatales para fines religiosos, así como la
transformación de todos los bienes de la Iglesia en propiedad nacional;
como consecuencia de esto, el 8 de abril se ordenó que se eliminasen de
las escuelas todos los símbolos religiosos, imágenes, dogmas, oraciones,
en una palabra, "todo lo que pertenece a la órbita de la conciencia
individual", orden que fue aplicándose gradualmente[13].
El día 5, en vista de que las tropas de Versalles fusilaban diariamente
a los combatientes de la Comuna que capturaban, se dictó un decreto
ordenando la detención de rehenes, pero éste nunca se puso en práctica.
El día 6, el 137ƒ Batallón de la Guardia Nacional sacó a la calle la
guillotina y la quemó públicamente en medio de la aclamación popular. El
12, la Comuna acordó que la Comuna Triunfal de la plaza Vendôme,
fundida con los cañones tomados por Napoleón después de la guerra de
1809, se demoliese por ser un símbolo de chovinismo e incitación al odio
entre naciones. Esto fue cumplido el 16 de mayo. El 16 de abril, la
Comuna ordenó un registro estadístico de las fábricas cerradas por los
patronos y la elaboración de planes para ponerlas en funcionamiento con
los obreros que antes trabajaban en ellas, organizándolos en sociedades
cooperativas, y que se planease también la agrupación de todas estas
cooperativas en una gran unión. El 20, la Comuna declaró abolido el
trabajo nocturno de los panaderos y suprimió también las bolsas de
empleo, que durante el Segundo Imperio eran un monopolio de ciertos
sujetos designados por la policía, explotadores de primera fila de los
obreros. Esas bolsas fueron transferidas a las alcaldías de los veinte arrondissements
[distritos] de París. El 30 de abril, la Comuna ordenó el cierre de las
casas de empeño, que eran una forma de explotación privada a los
obreros, y estaban en contradicción con el derecho de éstos a disponer
de sus instrumentos de trabajo. El 5 de mayo, ordenó la demolición de la
Capilla Expiatoria, que se había erigido para expiar la ejecución de
Luis XVI.
Así, el carácter de clase del movimiento de París, que antes se
había relegado a segundo plano por la lucha contra los invasores
extranjeros, apareció desde el 18 de marzo en adelante con rasgos
enérgicos y claros Como los miembros de la Comuna eran todos, casi sin
excepción, obreros o representantes reconocidos de los obreros, sus
decisiones se distinguían por un carácter marcadamente proletario.
Estas, o bien decretaban reformas que la burguesía republicana sólo
había renunciado a implantar por cobardía pero que constituían una base
indispensable para la libre acción de la clase obrera, como, por
ejemplo, la implantación del principio de que, con respecto al Estado,
la religión es un asunto puramente privado; o bien la Comuna promulgaba
decisiones que iban directamente en interés de la clase obrera, y en
parte abrían profundas brechas en el viejo orden social Sin embargo, en
una ciudad sitiada, todo esto sólo pudo, a lo sumo, comenzar a
realizarse. Desde los primeros dias de mayo, la lucha contra los
ejércitos del Gobierno de Versalles, cada vez más nutridos, absorbió
todas las energías.
El 7 de abril, los versalleses tomaron el paso del Sena en
Neuilly, en el frente occidentaí de París; en cambio, el 11 fueron
rechazados con grandes pérdidas por el general Eudes, en el frente sur.
París estaba sometido a constante bombardeo, dirigido además por los
mismos que habían estigmatizado como un sacrilegio el bombardeo de la
capital por los prusianos Ahora, estos mismos individuos imploraban del
Gobierno prusiano que acelerase la devolución de los soldados franceses
hechos prisioneros en Sedán y en Metz, para que les reconquistasen
París. Desde comienzos de mayo, la llegada gradual de estas tropas dio
una superioridad decisiva a las fuerzas de Versalles. Esto se puso ya de
manifiesto cuando, el 23 de abril, Thiers rompió las negociaciones, que
la Comuna propuso con el fin de canjear al arzobispo de París[*]
y a toda una serie de clérigos retenidos en París como rehenes, por un
solo hombre, Blanqui, que en dos ocasiones había sido elegido para la
Comuna, pero que estaba preso en Clairvaux. Y se evidenció más todavía
en el nuevo lenguaje de Thiers, que, de reservado y ambiguo, se hizo de
pronto insolente, amenazador y brutal. En el frente sur, los versalleses
tomaron el 3 de mayo, el reducto de Moulin Saquet; el día 9 se
apoderaron del fuerte de Issy, reducido por completo a escombros por el
cañoneo; el 14 tomaron el fuerte de Vanves. En el frente occidental
avanzaban paulatinamente, apoderándose de numerosas aldeas y edificios
que se extendían hasta el cinturón fortificado de la ciudad llegando,
por último, a los puntos principales de la defensa; el 21, gracias a una
traición y al descuido de los guardias nacionales destacados allí,
consiguieron abrirse paso hacia el interior de la ciudad. Los prusianos,
que seguían ocupando los fuertes del Norte y del Este, permitieron a
los versalleses cruzar por la parte norte de la ciudad, que era terreno
vedado para ellos según los términos del armisticio, y, de este modo,
avanzar atacando sobre un largo frente, que los parisinos no podían por
menos de creer amparado por el armisticio y que, por esta razón, tenían
débilmente guarnecido. Como resultado de ello, en la mitad occidental de
París, en la propia ciudad del lujo, sólo se opuso una débil
resistencia, que se hacia más fuerte y más tenaz a medida que las
fuerzas atacantes se acercaban al sector del Este, a los barrios
propiamente obreros. Hasta después de ocho días de lucha no cayeron en
las alturas de Belleville y Ménilmontant los últimos defensores de la
Comuna; y entonces llegó a su apogeo aquella matanza de hombres, mujeres
y niños indefensos, que había hecho estragos durante toda la semana con
furia creciente. Ya los fusiles de retrocarga no mataban bastante de
prisa, y entró en juego la mitrailleuse [ametralladora] para abatir por centenares a los vencidos. El "Muro de los Federados"[14]
del cementerio de Pére Lachaise, donde se consumó el último asesinato
en masa, queda todavía en pie, testimonio mudo pero elocuente del
frenesí a que es capaz de llegar la clase dominante cuando el
proletariado se atreve a reclamar sus derechos. Luego, cuando se vio que
era imposible matarlos a todos, vinieron las detenciones en masa,
comenzaron los fusilamientos de víctimas caprichosamente seleccionadas
entre las filas de presos y el traslado de los demás a grandes campos de
concentración, para esperar allí la vista de los Consejos de Guerra.
Las tropas prusianas que tenían cercado el sector nordeste de París,
tenían la orden de no dejar pasar a ningún fugitivo, pero los oficiales
con frecuencia cerraban los ojos cuando los soldados prestaban más
obediencia a los dictados de la humanidad que a las órdenes de la
superioridad; mención especial merece, por su humano comportamiento, el
cuerpo de ejército de Sajonia, que dejó paso libre a muchas personas
cuya calidad de luchadores de la Comuna saltaba a la vista.
* * *
Si hoy, al cabo de veinte años, volvemos los ojos a las
actividades y a la significación histórica de la Comuna de París de
1871, advertimos la necesidad de completar un poco la exposición que se
hace en La Guerra Civil en Francia.
Los miembros de la Comuna estaban divididos en una mayoría
integrada por los blanquistas, que habían predominado también en el
Comité Central de la Guardia Nacional, y una minoría compuesta por
afiliados a la Asociación Internacional de los Trabajadores, entre los
que prevalecían los adeptos de la escuela socialista de Proudhon. En
aquel tiempo, la gran mayoría de los blanquistas sólo eran socialistas
por instinto revolucionario y proletario, sólo unos pocos habían
alcanzado una mayor claridad de principios, gracias a Vaillant, que
conocía el socialismo científico alemán. Así se explica que la Comuna
dejase de hacer, en el terreno económico, muchas cosas que, desde
nuestro punto de vista de hoy hubiera debido realizar. Lo más difícil de
comprender es indudablemente el santo temor con que aquellos hombres se
detuvieron respetuosamente en los umbrales del Banco de Francia. Fue
éste, además, un error político muy grave. El Banco de Francia en manos
de la Comuna hubiera valido más que diez mil rehenes. Hubiera
significado la presión de toda la burguesía francesa sobre el Gobierno
de Versalles para que negociase la paz con la Comuna. Pero aún es más
asombroso el acierto de muchas de las cosas que se hicieron, a pesar de
estar compuesta la Comuna de proudhonianos y blanquistas. Por supuesto,
cabe a los proudhonianos la principal responsabilidad por los decretos
económicos de la Comuna, tanto en lo que atañe a sus méritos como a sus
defectos; a los blanquistas les incumbe la responsabilidad principal por
las medidas y omisiones políticas. Y, en ambos casos, la ironía de la
historia quiso -- como acontece generalmente cuando el Poder cae en
manos de doctrinarios -- que tanto unos como otros hiciesen lo contrario
de lo que la doctrina de su escuela respectiva prescribía.
Proudhon, el socialista de los pequeños
campesinos y maestros artesanos, odiaba positivamente la asociación.
Decía de ella que tenía más de malo que de bueno; que era por naturaleza
estéril y aun perniciosa, como un grillete puesto a la libertad del
obrero; que era un puro dogma, improductivo y gravoso, contrarip por
igual a la libertad del obrero y al ahorro de trabajo; que sus
inconvenientes crecían más de prisa que sus ventajas; que, frente a
ella, la concurrencia, la división del trabajo y la propiedad privada
eran fuerzas económicas. Sólo en los casos excepcionales -- como los
llama Proudhon -- de la gran industria y las grandes empresas como los
ferrocarriles, tenía razón de ser la asociación de los obreros (véase Idée générale de la révolution, 3er. estudio)[15].
Pero hacia 1871, incluso en París, centro de la
artesanía artística, la gran industria había dejado ya hasta tal punto
de ser un caso excepcional, que el decreto más importante de cuantos
dictó la Comuna dispuso una organización para la gran industria, e
incluso para la manufactura, que no se basaba sólo en la asociación de
los obreros dentro de cada fábrica, sino que debía también unificar a
todas estas asociaciones en una gran unión; en resumen, en una
organización que, como Marx dice muy bien en La Guerra Civil,
forzosamente habría conducido finalmente al comunismo, o sea, al
contrario directo de la doctrina proudhoniana. Por eso la Comuna fue la
tumba de la escuela proudhoniana del socialismo. Esta escuela ha
desaparecido hoy de los medios obreros franceses; en ellos, actualmente,
la teoría de Marx predomina sin discusión, y no menos entre los
Posibilistas[16] que entre los "marxistas". Sólo quedan proudhonianos en el campo de la burguesía "radical".
No fue mejor la suerte que corrieron los blanquistas. Educados en
la escuela de la conspiración y mantenidos en cohesión por la rígida
disciplina que esta escuela supone, los blanquistas partían de la idea
de que un grupo relativamente pequeño de hombres decididos y bien
organizados estaría en condiciones, no sólo de adueñarse en un momento
favorable del timón del Estado, sino que, desplegando una acción
enérgica e incansable, podría mantenerse hasta lograr arrastrar a la
revolución a las masas del pueblo y congregarlas en torno al pequeño
grupo dirigente. Esto suponía, sobre todo, la más rígida y dictatorial
centralización de todos los poderes en manos del nuevo gobierno
revolucionario. ¿Y qué hizo la Comuna, compuesta en su
mayoría precisamente por blanquistas? En todas las proclamas dirigidas a
los franceses de las provincias, la Comuna los invitó a formar una
federación libre de todas las comunas de Francia con París, una
organización nacional que, por vez primera, iba a ser creada realmente
por la nación misma. Precisamente el poder opresor del antiguo gobierno
centralizado -- el ejército, la policía política y la burocracia --,
creado por Napoleón en 1798 y que desde entonces había sido heredado por
todos los nuevos gobiernos como un instrumento grato y utilizado por
ellos contra sus enemigos, era precisamente este poder el que debía ser
derrumbado en toda Francia, como había sido derrumbado ya en París.
La Comuna tuvo que reconocer desde el primer momento que la clase
obrera, al llegar al Poder, no puede seguir gobernando con la vieja
máquina del Estado; que, para no perder de nuevo su dominación recién
conquistada, la clase obrera tiene, de una parte, que barrer toda la
vieja máquina represiva utilizada hasta entonces contra ella, y, de otra
parte, precaverse contra sus propios diputados y funcionarios,
declarándolos a todos, sin excepción, revocables en cualquier momento.
¿Cuáles habían sido las características del Estado hasta
entonces? En un principio, por medio de la simple división del trabajo,
la sociedad se creó los órganos especiales destinados a velar por sus
intereses comunes. Pero, a la larga, estos órganos, a cuya cabeza estaba
el Poder estatal persiguiendo sus propios intereses específicos, se
convirtieron de servidores de la sociedad en señores de ella. Esto puede
verse, por ejemplo, no sólo en las monarquías hereditarias, sino
también en las repúblicas democráticas. No hay ningún país en que los
"políticos" formen un sector más poderoso y más separado de la nación
que en los EE.UU. Aquí cada uno de los dos grandes partidos que se
alternan en el Poder está a su vez gobernado por gentes que hacen de la
política un negocio, que especulan con los escaños de las asambleas
legislativas de la Unión y de los distintos Estados Federados, o que
viven de la agitación en favor de su partido y son retribuidos con
cargos cuando éste triunfa. Es sabido que los estadounidenses llevan
treinta años esforzándose por sacudir este yugo, que ha llegado a ser
insoportable, y que, a pesar de todo, se hunden cada vez más en este
pantano de corrupción. Y es precisamente en los EE.UU. donde podemos ver
mejor cómo progresa esta independización del Estado frente a la
sociedad, de la que originariamente estaba destinado a ser un simple
instrumento. Allí no hay dinastía, ni nobleza, ni ejército permanente --
fuera del puñado de hombres que montan la guardia contra los indios --,
ni burocracia con cargos permanentes y derecho a jubilación. Y, sin
embargo, en los EE.UU. nos encontramos con dos grandes cuadrillas de
especuladores políticos que alternativamente se posesionan del Poder
estatal y lo explotan por los medios más corruptos y para los fines más
corruptos; y la nación es impotente frente a estos dos grandes
consorcios de políticos, pretendidos servidores suyos, pero que, en
realidad, la dominan y la saquean.
Contra esta transformación, inevitable en todos los Estados
anteriores, del aparato estatal y sus órganos, de servidores de la
sociedad en amos de ella, la Comuna empleó dos remedios infalibles. En
primer lugar, cubrió todos los cargos administrativos, judiciales y
educacionales por elección, mediante sufragio universal, concediendo a
los electores el derecho a revocar en todo momento a sus elegidos. En
segundo lugar, pagaba a todos los funcionarios, altos y bajos, el mismo
salario que a los demás trabajadores. El sueldo máximo asignado por la
Comuna era de 6.000 francos. Con este sistema se ponía una barrera
eficaz al arribismo y a la caza de cargos, y esto sin contar con los
mandatos imperativos que, por añadidura, introdujo la Comuna para los
diputados a los cuerpos representativos.
Esta labor de destrucción del viejo Poder estatal y de su
reemplazo por otro nuevo y verdaderamente democrático es descrita con
todo detalle en el capítulo tercero de La Guerra Civil. Sin
embargo, era necesario detenerse a examinar aquí brevemente algunos de
los rasgos de este reemplazo por ser precisamente en Alemania donde la
fe supersticiosa en el Estado se ha trasladado del campo filosófico a la
conciencia general de la burguesía e incluso a la de muchos obreros.
Según la concepción filosófica, el Estado es la "realización de la
idea", o esa, traducido al lenguaje filosófico, el reino de Dios en la
tierra, el campo en que se hacen o deben hacerse realidad la verdad y la
justicia eternas. De aquí nace una veneración supersticiosa hacia el
Estado y hacia todo lo que con él se relaciona, veneración que va
arraigando más fácilmente en la medida en que la gente se acostumbra
desde la infancia a pensar que los asuntos e intereses comunes a toda la
sociedad no pueden ser mirados de manera distinta a como han sido
mirados hasta aquí, es decir, a través del Estado y de sus bien
retribuidos funcionarios. Y la gente cree haber dado un paso enormemente
audaz con librarse de la fe en la monarquía hereditaria y jurar por la
República democrática. En realidad, el Estado no es más que una máquina
para la opresión de una clase por otra, lo mismo en la República
democrática que bajo la monarquía; y en el mejor de los casos, un mal
que el proletariado hereda luego que triunfa en su lucha por la
dominación de clase. El proletariado victorioso, tal como hizo la
Comuna, no podrá por menos de amputar inmediatamente los peores lados de
este mal, hasta que una generación futura, educada en condiciones
sociales nuevas y libres, pueda deshacerse de todo ese trasto viejo del
Estado.
Ultimamente las palabras "dictadura del proletariado" han vuelto a
sumir en santo terror al filisteo socialdemócrata. Pues bien,
caballeros, ¿queréis saber qué faz presenta esta dictadura?
Mirad a la Comuna de París: ¡he ahí la dictadura del
proletariado!
F. Engels
Londres,
en el vigésimo aniversario de la Comuna de París,
18 de marzo de 1891.
* Georges Darboy. (N. de la Red.)
Primera edición: En la revista Die Neue Zeit, N.ƒ 28 (Vol. II), 1890-1901, y en el libro, C. Marx, La Guerra Civil en Francia, Berlín, 1891.
Digitalización: Izquierda Revolucionaria de Sevilla, España.
Digitalización: Izquierda Revolucionaria de Sevilla, España.
https://www.marxists.org/espanol/m-e/1870s/gcfran/intro.htm